Llegué como si llegara a la
alfombra roja de los Oscar con la triple S: sonriente, sexy y segura.
Pero como siempre hay un pero en
esta vida, había olvidado un pequeño detalle. Cuando encontré a mi grupo de
amigos hice un veloz cálculo matemático. Todos habían ido con pareja. Malditas
sean las convenciones sociales, no entiendo que parte de mi cerebro olvidó que
ahora ya nadie va solo a ningún lado. Y como acá casi todos los matrimonios
siguen un mismo protocolo por más casual que la pinten, a la hora del dancing,
me encontré cual estatua de hielo en la mesa.
La verdad no estaba de humor de
bailar. Menos, en medio de esos ritmos tropicales que no me hacen mucha gracia.
Segura de que me iba a divertir más con una copa de vino y una buena película,
hice lo que uno debe hacer cuando se encuentra en una situación en la que no le
da la gana de estar: pedí mi taxi de regreso a casa. Cuando el celular me aviso
que el taxista había llegado, hice un seco y volteado, cogí mi cartera y me
levanté camino a la salida.
Entonces pasó eso que las
comedias románticas te enseñan a esperar pero que nunca pasa en la vida real.
Un chico guapísimo se paró de su silla, me detuvo y me dijo: hola.
— Hola
Le devolví la sonrisa, me levanté
de hombros y lo único que se me ocurrió decir porque, en efecto, ya me iba,
fue: “bueno, chau”, y seguí mi camino.
— ¿Ya
te vas?
Me volví a él sin dejar de
caminar y asentí.
— Acaba
de empezar la fiesta.
— ¡No
me gusta la música!
Salí del ruido y vi que el taxi
me estaba esperando. Me iba a subir cuando escuché a una voz entrecortada que
me dijo:
— Espera,
espera.
— ¿Qué
pasa? – le dije riendo.
— Tienes
que venir conmigo.
— Me
tengo que ir con él – le dije señalando al conductor del taxi.
— Confía
en mí, ven.
En tres segundos mi cerebro
repaso lo que significa la “confianza en alguien” después del 2014: algo de lo
que he estado huyendo, que no se le debe dar a cualquiera, menos a alguien que
no conoces. Aunque mi memoria me advirtió sobre un dato curioso: las personas
que me fallaron en este último tiempo fueron chicos que conocí antes de ayer
sino gente que estaba en mi vida hacía tiempo ya. Eso me pasa por recicladora y
ganadora del premio a la tonta que se pronuncia en contra pero da segundas
oportunidades.
Entonces, decidí aventurarme a
salir del taxi. Le pedí disculpas al conductor.
Caminamos uno al lado del otro de
vuelta a la fiesta.
— Escucha
-dijo.
— ¿Qué
onda? –dije sin dejar de sonreír.
(¿Acaso me había vuelto la
Cenicienta a la que su hada madrina le hizo el milagro de cambiar el reggaetón
por “The The”?)
Empezamos a bailar. No hacía
ninguna falta decir que había onda, química y el mismo gusto musical. Pero lo
mejor de todo fue que también compartíamos el mismo sentido del humor, porque
después de intercambiar más que nuestros nombres, convinimos no convertir esa
fiesta en una entrevista de trabajo con preguntas como: ¿qué haces?, ¿dónde
trabajas?, ¿dónde estudiaste?, ¿haces deporte?, ¿te gusta viajar?, y etc. Qué
increíble es darse cuenta de lo aburrido (y muchas veces inútil) que es este intercambio
de datos. Así que quedamos en hablar de todo menos de nosotros. Nada de
esforzarse en crear buenas impresiones.
Jugamos a esta especie de
coqueteo tipo dominó, toda la noche. Así que mientras yo bailaba con Oliver,
riendo, hablando en nuestro nuevo lenguaje, mi grupo de amigos me miraba con
cara de signo de interrogación desde su mesa.
Hasta que por supuesto el chisme
no pudo evitar hacer su aparición y mandaron a una emisaria a preguntar de
donde había sacado a ese cuerazo. Me levanté de hombros y le dije:
— Ni
idea de dónde salió.
— ¿Pero
quién es?
— No
tengo la más mínima idea –me volví hacia él y le dije –ella quiere saber quién
eres.
— Soy
su novio.
— Es
mi novio.
Con cara de “seguro esta está
ocultando algo pero ya me enteraré de todo” la chismosa se fue. Después de diez
canciones y un par de whiskies, ya no importaba si era cumbia, góspel o el hipi
jay, Oliver y yo no paramos de bailar.
Cuando pensé que nada podía
mejorar ese momento que ya se habían convertido en “las horas más increíbles
del 2015”, el DJ regresó a los 80´s y puso un set de lentos. Seguro muchos no
vivieron la época en la que en toda fiesta había un set de canciones lentas,
que con suerte podías bailar apachurrado de tu chico/a, con una power balad de
fondo. Yo me sentí de vuelta a 1992, cuando obligaba a mi pobre novio amante
del heavy metal a ponerse camisa y bailar en esas discotecas que él odiaba,
pero a mí me quería demasiado. (No creo que leas esto, pero acuérdate que
Michael Bolton fue parte de nuestro soundtrack aunque a los dos nos da
vergüenza aceptarlo).
Oliver y yo nos mirábamos a los
ojos, nos tocábamos con cuidado y movíamos despacio al ritmo de la música. Todo
era perfecto. Era el momento del beso.
Yo sentí que su boca era un imán
del tamaño de un reactor nuclear, creo que el sentía lo mismo porque puso sus
manos en mi cara, me miró a los ojos y yo no tuve mejor reacción que voltearle
cara cuando a mi sobrina no le gusta la papilla.
¿Qué pasó?, no es muy difícil de
explicar. El pasado. En un microsegundo recordé mi último primer beso del 2014.
Y de bonito y especial pasó a absurdo, catástrofe, error, gran error.
La hora loca llegó a la fiesta y
mientras unos hombres en zancos hacían su aparición, Oliver y yo buscamos un
sitio tranquilo donde hablar. La fantasía se había terminado y era hora de
decir la verdad. Nos apoyamos en un árbol y nos sentamos en el pasto. Oliver me
puso su saco sobre los hombros y empezó a hablar.
Es peruano pero vive y trabaja en
Londres hace varios años, había ido al colegio con el novio, por eso estaba
ahí. Se quedaba una semana más en Lima y por supuesto quería conocerme más,
solo si yo también quería. Me quedé callada mirando mis zapatos. No era que no
le creyese, no era que no muriese de ganas de besarlo, pasar la noche y la
semana con él, pero un eco me repetía ¿para qué?
a) Para pasar una noche de sexo
casual increíble.
b) Para conocerlo más y ver qué
pasaría en el futuro.
c) Para vivir una semana alucinante
y seguir en contacto, y quién sabe, terminar viviendo con él en Europa.
d) Porque había encontrado al
hombre perfecto para casarme, tener el hijo que siempre he querido tener y ser
feliz el resto de mi vida.
De estas cuatro posibilidades la
única real es la a), y ahora, en este momento de mi vida, no se me antoja tener
sexo casual con nadie.
Tengo ganas de ilusionarme, de
creer, de enamorarme otra vez. Pero no así. Con tan poca realidad de por medio.
Así que dejé que el príncipe Oliver me lleve al nuevo departamento en el que
vivo. Lo besé en la cara y le dije chau.
Ya estaba amaneciendo. Tiré los
zapatos entre las cajas llenas de libros. Me quite el vestido y me metí en mi
nueva cama. No tardé mucho en quedarme dormida.
Me desperté horas después y
mientras tomaba jugo de naranja en mi casa nueva, sonreí. Todo lo que había
allí dentro todo era real, así no fuese perfecto. Eso es lo bueno de los
príncipes, se quedan en la puerta. Elegir a alguien en la realidad es trabajo
nuestro.
Fuente: http://elcomercio.pe/blog/busconovioº
Me ha encantado el diálogo además de estar muy bien escrito.
ResponderEliminarNo sé si es la decisión adecuada, pero si es su principio, hay que respetarla.
ResponderEliminarSaludos.
“seguro esta está ocultando algo pero ya me enteraré de todo”
ResponderEliminarEsta frase es la piedra angular me millones de chismosas famosas y anónimas :)
Los principes azules dejaron de existir, y es curioso que no hace demasiado... Incluso sospecho que aún hay alguna ilusa que aún le espera llegar...
Muy buena entrada Chaly
Un beso :)
Que no se me ofenda nadie, pero los peruanos y peruanas, chiquitos pero matones, en el buen sentido de la palabra.
ResponderEliminarAbrazo Chaly
Muy bueno.
ResponderEliminarCada uno decide según sus convicciones.
Besos
Muy bueno, Chaly.
ResponderEliminarNo sé si ella hizo bien o mal, seguramente hizo lo que consideró mejor para ella en ese momento. Y se quedó tan contenta con su realidad y su zumo de naranja.
Besos