Sentados en un mullido diván, los dos amigos vieron llegar hacia ellos a una joven alta, bien proporcionada, de soberbio porte y de fisonomía bastante regular, pero perspicaz, impetuosa y que impresionaba al alma con vigorosos contrastes. Su cabellera negra, lascivamente ondulada, parecía haber soportado ya los combates del amor, y caía en ligeras guedejas sobre los anchos hombros, que ofrecían a la contemplación atrayentes perspectivas. Largos bucles envolvían a medias un soberbio cuello, por el que se deslizaba la luz, de rato en rato, revelando la delicadeza de sus primorosos contornos. La piel, de un blanco mate, hacía resaltar los tonos cálidos y animados de sus vivos colores. Los ojos, provistos de largas pestañas, despedían atrevidas llamaradas, chispazos de amor. La boca, roja, húmeda, entreabierta, pedía besos.
Era de talle robusto, pero amorosamente elástico: su seno y sus brazos ostentaban amplio desarrollo como los de las hermosas figuras de Carracacao; sin embargo, parecía ligera, flexible, y su vigor delataba la agilidad de una pantera, como la varonil elegancia de sus formas prometía insaciables voluptuosidades.
Aunque aquella muchacha debió ser risueña y retozona, su mirada y su sonrisa ponían pavor en la mente. Semejante a las profetisas agitadas por un genio maléfico, admiraba más bien que gustaba. Todas las expresiones pasaban en tropel y como relámpagos por su inquieto rostro. Quizá hubiera entusiasmado a gentes estragadas, pero un joven la hubiera temido. Era una estatua colosal caída de lo alto de algún templo griego, sublime a distancia, pero tosca, mirada de cerca. Con todo, su radiante belleza debía despertar a los impotentes; su voz, encantar a los sordos; su mirada, reanimar vetustas osamentas. Así, Emilio la comparó vagamente con una tragedia de Shakespeare, especie de arabesco admirable en que la alegría aúlla, el amor tiene algo de salvaje, la gracia de la magia y el fuego de la dicha suceden a los sangrientos tumultos de la cólera; monstruo que sabe morder y acariciar, reír como un demonio, llorar como los ángeles, improvisar en un solo abrazo todas las seducciones femeninas, excepto los suspiros de la melancolía y las inefables modestias de una virgen; y luego, en un momento, rugir, desgarrarse las entrañas, aniquilar a su pasión y a su amante; destrozarse, en fin, a sí misma, como se destroza un pueblo amotinado-- Ataviada con un vestido de terciopelo rojo, pisoteaba indolentemente varias flores desprendidas ya de las cabezas de sus compañeras, mientras tendía desdeñosamente a los dos amigos una bandeja de plata.
Orgullosa de su belleza, y quizá de sus vicios, mostraba un brazo blanco que se destacaba vivamente sobre el terciopelo. Allí estaba erguida como la reina del placer, como una imagen de la alegría humana, de esa alegría que disipa los tesoros acumulados por tres generaciones, que ríe sobre cadáveres, se mofa de los antepasados, disuelve perlas y tronos, transforma a los jóvenes en ancianos, y muchas veces a los ancianos en jóvenes; de esa alegría únicamente permitida a los colosos fatigados del poder, quebrantados de pensamiento o para los cuales la guerra ha venido a ser como un juguete.
-¿Cómo te llamas? - le preguntó Rafael. –Roberto Belmonte.
-¡Ahhh! -exclamó Emilio-
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